La detective Nora Lisberg caminó con decisión por los asépticos pasillos de la comisaría, más propios de un hospital que de un concurrido departamento de policía. El sonido de sus enérgicas pisadas era absorbido por el grisáceo linóleo que cubría el suelo de todas las estancias y pasillos del edificio; dándole un aspecto de frialdad que combinaba con el imperfecto blanco de las paredes, manchadas por dedos grasientos y numerosos altercados con los arrestados.
Nora Lisberg exudaba confianza. Miraba al frente con la cabeza erguida, no le hacía falta prestar atención a los rebosantes cafés que llevaba en sus manos —el suyo y el de su compañero—, sabía que no derramaría la bebida sobre su traje gris hecho a medida y perfectamente entallado a sus atléticas curvas. A sus treinta años, era un ejemplo de vida saludable y éxito profesional. Sólo le faltaba el emocional, si es que le importase algo la idea de tener una pareja. Todos en la comisaría sabían que para ella eso no era una prioridad.
La detective llegó hasta la sala de interrogatorios que le interesaba, la número tres. Las dos puertas azuladas pertenecientes a aquella sala estaban custodiadas por un agente que vestía el clásico oscuro uniforme de patrullero, pese a que su trabajo se realizaba mayoritariamente tras un escritorio. El agente miraba distraído hacia el suelo, sin duda afectado por el sueño a aquellas horas tempranas de la mañana y por la monótona tarea de custodiar el interrogatorio de un preso; no obstante, la llegada de Lisberg pareció sacarlo del aburrimiento.
—Hola Nora —dijo el policía con cierta familiaridad, separando la espalda de la pared.
—¿Qué tal John? —le saludó Lisberg mientras daba sus últimos pasos hasta la puerta—. Te veo apagado, ¿quieres un café?
—La verdad detective, es que me vendría bien —contestó moviendo su cuerpo, como si aquello le devolviese algo de energía—. Pero dudo que a Summers le hiciese gracia. —El agente continuó susurrando—. No le he visto muy despierto que digamos. Creo que él lo necesita más que yo.
Nora sonrió con complicidad.
—Me temo que eso es lo que sucede cuando se tiene un crío —informó ella, de pie junto a una de las azuladas puertas.
—Que me lo digan a mí —soltó John con alivio al rememorar un mal pasado.
El agente se dispuso a abrir la puerta a la detective, pero Nora se le adelantó. Con habilidad colocó un café sobre el otro y con la mano que le quedó libre abrió.
—Mucha suerte con ella —le deseó John.
—La suerte no tiene nada que ver —respondió Lisberg con una sonrisa mientras cruzaba el umbral de la puerta.
Entró en la sala de observación y cerró tras ella.
Los ojos de la detective tardaron un momento en acostumbrarse. La rectangular sala de observaciones estaba a oscuras, iluminada únicamente con la luz que atravesaba el falso espejo de la sala contigua y las luces que surgían del equipo de grabación, situado sobre la alargada mesa bajo el cristal. Junto a la mesa, el detective David Summers observaba con atención hacia la sala de interrogatorios, la mitad de su cuerpo en las sombras, la otra mitad iluminada por los fluorescentes de la otra habitación. Una sombría postal que retrataba a la perfección el cometido de aquel lugar, sonsacar los secretos de los que se sentaban al otro lado.
—Toma —le indicó Lisberg al pasarle el café a su compañero.
—Gracias —respondió Summers, aceptando la bebida sin apartar la vista de la otra sala.
Lisberg se detuvo a observar junto a su compañero.
—No se ha movido ni un ápice —señaló ella con interés—. ¿Verdad?
—¿Sorprendida Nora? —soltó Summers con sarcasmo, mirándola y pasándose la mano por su pelo castaño en señal de frustración.
—No es… —Lisberg le miró con atención, pudo detectar las marcadas ojeras en los ojos de su compañero—. Muy normal que digamos. —Ambos volvieron a mirar a la otra sala—. ¿Tenemos algo más?
—Nada —contestó—. Ya han devuelto sus pertenencias del laboratorio. —Señaló con el pulgar hacia atrás, en dirección a una mesita de la sala. Sobre la madera había una carpeta con documentos y una mochila abierta con su contenido esparcido sobre la superficie—. Ni huellas ni nada. No tenemos nada.
Las palabras de su compañero poseían más apatía que desesperación. Siempre era bueno entrar al interrogatorio teniendo la mayor cantidad de información posible sobre el sujeto. Lisberg torció su cuerpo para mirar un momento hacia los objetos. Tras echar una rápida ojeada los analíticos ojos de la detective volvieron a centrarse en la otra sala.
Summers resopló.
—Mejor que vaya yo —dijo Summers dando un trago a su caliente café—. Creo que tengo más tacto —la risa a punto de dibujarse en sus labios.
Lisberg miró con sorpresa como Summers cogía los documentos sobre la mesa y salía por la puerta. La detective sacudió la cabeza con una ligera sonrisa, quizás sí que fuese cierto que él tenía más tacto que ella. Mejor que Summers iniciase el interrogatorio, ella prefería permanecer analizándolo todo desde ahí.
Volvió a centrarse en la sala de interrogatorios tras el cristal.
Al otro lado había una joven de apenas veinte años, sentada en una incómoda silla frente a una estoica mesa metálica. Tenía la ropa llena de grasa y barro, que también manchaba su larga melena rubia, otorgándole un color cobrizo. Sus felinos ojos verdes observaban calmados a través de las sucias hebras de pelo apelmazado. Sus manos permanecían inmóviles sobre la mesa, mostrando las esposas que las mantenían unidas por las muñecas. Su semblante tranquilo no dejaba intuir los numerosos forcejeos que había provocado al intentar escapar de su arresto, horas antes, durante la noche. Lisberg intentó vislumbrar cualquier pista oculta tras los extraños gestos de la joven, algo que les ayudase a entender su carácter y comportamiento. Pero con ella estaba resultando difícil.
La habían sentado en aquella sala media hora antes y apenas se había movido. Tanto los inocentes como los culpables mostraban algún tipo de reacción ante la idea de ser interrogados, ya fuese actuando de manera nerviosa o intentando engañar sus pensamientos. Pero aquella chica no. Ella había permanecido casi estática, como si estuviese practicado algún tipo de meditación. Aunque Lisberg sabía que aquel no era el caso, pues había algo extraño en ella, algo que transmitía su especial mirada y que los agentes no llegaban a comprender.
Summers entró por la puerta de la otra sala. La joven se giró calmada y le siguió con la mirada, observando como el detective se sentaba con lentitud frente a ella. Lisberg detectó la serenidad y la experiencia en los ojos de la detenida, algo que no le cuadraba en una chica de su edad.
Summers abrió el fichero con los documentos del caso y sacó un boli para anotar en una libreta tamaño folio.
—Buenas…—Lisberg percibió que Summers estuvo a punto de decir noches, no estaba muy fino—. Buenos días Melissa.
—Buenos días —contestó la joven apartándose el cabello de la cara. Su mirada tenía que sortear los mechones de pelo que le cubrían el rostro, dándole un aspecto salvaje. Por mucho que los apartase volverían a caerle al frente.
—Soy el detective David Summers.
—Encantada detective.
—Yo tengo un café y usted no tiene nada —comentó Summers intentando hacer contacto con ella —. ¿Le interesa tomar algo?
—No gracias —rechazó Melissa—. Estoy bien.
Summers ojeó los papeles frente a él. Su vista viajaba constantemente entre la información y Melissa.
—Necesito que me responda a una serie de preguntas Melissa —informó Summers.
—Por supuesto.
—¿Es Melissa su nombre real? —Summers mantuvo contacto visual.
—Melissa Anders —contestó ella—. Lo pone en la identificación en mi cartera.
—Pero no es tu verdadero nombre. ¿Me equivoco?
—Si que lo es —respondió Melissa impasible. Volvió a apartarse el cabello.
—Entonces, ¿por qué un carnet de identidad falso? —Summers puso su dedo sobre unos de los papeles, asegurándose de que ella los viese.
—Necesitaba documentación.
Las contestaciones de la chica eran pausadas, sin cambios en su actitud ni en sus gestos. Los años de experiencia de Lisberg le indicaban que por ahora Melissa decía la verdad y no se sentía amedrentada ante el interrogatorio; sin embargo, emanaba una sensación de incomodidad.
—¿Para qué necesitabas la documentación Melissa? —preguntó Summers.
—Para poder trabajar —indicó Melissa—. Sin documentación uno no puede trabajar. Yo no la tenía.
—Si no me equivoco tú eres de aquí. Deberías tenerla sólo por haber nacido aquí. Todo el mundo la tiene.
—Mucha gente pobre no —puntualizó Melissa con seriedad.
Se hizo el silencio. El detective Summers asimilaba las palabras de Melissa, buscando el protocolo a seguir. Había empezado el interrogatorio por la vía directa, aunque manteniendo un cierto tono de neutralidad e indiferencia. Lisberg pensó que ella hubiese seguido otro método, quizás el de formular preguntas totalmente ajenas al caso hasta que notase una bajada en las defensas de la testigo, entonces podría hablar del asunto en cuestión.
—¿Eso es lo que eres Melissa? ¿Te consideras pobre?—preguntó Summers. Melissa no contestó—. ¿Estabas excluida del sistema y de ahí lo de la documentación falsa?
—Podría enfocarlo por ese camino —contestó Melissa, sin mover siquiera sus manos—. Aunque no sabría decirle.
—¿Y lo de la ropa? —Summers la recorrió con la mirada—. ¿Por qué vas así?
—Imagino que ya sabrá el lugar y la forma en la que me detuvieron —le recordó Melissa mostrando sus sucias manos—. Si aún voy echa un desastre es porque no me han dejado limpiarme.
—Según los agentes has demostrado ser bastante insistente a la hora de querer escapar —Summers dejó entrever su perfecta sonrisa—. Me temo que aún no le podemos quitar las esposas, al menos hasta que muestre más cooperación.
—Estoy aquí hablando con usted. ¿Acaso eso no es cooperación?
—No se si el agente al que le ha roto la nariz opina lo mismo.
Melissa respiró profundamente. Desde el arresto, la joven había intentado escapar por lo menos tres veces, resultando ser más peliaguda que un hombre corpulento. La primera vez cogió a los patrulleros por sorpresa, pero las otras dos demostró mucha astucia.
Summers dejó a un lado los documentos y cambió de posición en la silla.
—Hay un problema Melissa —le informó el detective—. No tenemos ninguna información suya en el sistema.
Aquello no sorprendió a la joven.
—Creía que tenía que estar fichada para que eso fuese posible —dijo Melissa.
—Mmm…no —Summers dio un trago a su café—. Hoy en día no. Digamos que con sólo teclear su nombre deberíamos tener algo más de información de la que disponemos. Es lo bueno de la era de la comunicación.
—Algo estará fallando en su sistema agente —indicó Melissa, ocultando sus manos bajo la mesa.
¿Acaso se trataba de una respuesta inconsciente?, pensó Lisberg. ¿Una muestra de querer ocultar algo?
—Ya veo… —soltó Summers levantándose de la silla y cogiendo el bolígrafo.
El detective se giró hacia el espejo y, bloqueando la línea de visión de Melissa, le dedicó a Lisberg un breve gesto de frustración con la cara. Lisberg sonrió imaginando lo que debía estar pensando su compañero, aquello tenía pinta de convertirse en un largo interrogatorio.
—Necesito algo de agua. ¿Quiere agua? —volvió a ofrecer el detective, esta vez de pie junto a la puerta.
—Si, por favor —contestó Melissa contra todo pronóstico.
Summers salió por la puerta, dejando de nuevo a la detenida sola. A los pocos segundos entró en la oscura sala de observación, buscando a Lisberg con la mirada. Ella se giró para recibirle.
—¿Qué te parece por ahora? —preguntó Summers, dirigiéndose hacia un pequeño armario.
—Acabas de empezar, así que no hay mucho que opinar —contestó Lisberg—. Sin duda oculta algo
—Eso ya lo sabíamos. —Se agachó y de debajo de una de las mesas sacó una caja de cartón llena de botellines—. Pero, ¿qué opinas de ella? Siempre se te ha dado bien lo de leer a las personas.
—Es madura. Es lo más que te puedo decir ahora —se sinceró Lisberg —. Aunque hay algo en su mirada.
—¿Verdad? —soltó Summers satisfecho, con dos botellines en la mano—. Ya decía yo.
—¿Quieres que entre yo ahora? —se ofreció la detective.
—Por dios Lisberg, que acabo de empezar. —Volvió hacia la puerta—. Además, no estamos ante un caso de riesgo, podemos tomarlo con calma.
Summers salió por la puerta, dejando de nuevo a la detective sola en la oscuridad y volviendo a la sala de interrogatorios. Melissa aceptó con agrado el botellín de agua, bebiendo unos tragos con avidez. Lisberg no sabía cuanto tiempo llevaba sin beber, pero los mentirosos generalmente experimentaban la sequedad bucal con más intensidad, provocándoles la sed. La sequedad en los ojos también era un indicador interesante.
—¿Qué hacía en aquella propiedad Melissa? —preguntó Summers sentándose otra vez en la silla—. ¿Qué buscaba?
—Había perdido unos papeles —respondió Melissa con naturalidad.
La joven dejó el botellín sobre la mesa con un ligero temblor en su mano. Melissa observó con preocupación su mano y la escondió bajo la mesa. Los detectives detectaron aquel gesto extraño.
—Si no me ayuda en esto, no podré ayudarle. ¿Entiende? —Summers gesticuló sus palabras—. Es como una simbiosis.
Algo llamó la atención de Lisberg. Desde aquel ángulo Summers no lo podía ver, pero la detective percibió como Melissa se agarraba la mano temblorosa bajo la mesa, intentando controlar su movimiento inconsciente.
—Para poder explicárselo, antes debe querer entender —dijo Melissa con tono amigable.
—¿Me dirá qué buscaba? —preguntó Summers.
—¿Está dispuesto a entender?
Summers valoró la manera en la que le había formulado la pregunta.
—Si —asintió al cabo de unos segundos, inclinándose con interés.
La tensión se dibujó en el rostro de Melissa, que buscaba bien sus siguientes palabras. Summers esperó en silencio pero la joven parecía estar bloqueada.
—Entonces… —sugirió Summers expectante.
—Gané el concurso de belleza de esta ciudad —explicó Melissa con seriedad—. Hace algún tiempo.
Aquello cogió por sorpresa a ambos detectives. ¿Por qué semejante información?, pensó Lisberg intentando encontrar una razón. Por el movimiento de hombros que hizo Summers, la detective podía imaginar la cara de desconcierto que debió poner al no esperar esa información. Pero a Lisberg no le parecía algo descabellado. Bajo toda aquella suciedad, y junto a esa mirada especial, había una cara bonita que podría ganar algún certamen de belleza.
—¿Hace algún tiempo? Lo dice como si estuviese hablando de muchos años —señaló Summers —. No veo que sea tan mayor. Según la falsa identificación tiene veintidós años. ¿Es este dato cierto?
Su cabeza pareció asentir pero Melissa permaneció en silencio, mirando incómoda al agente.
Con renovada curiosidad, Lisberg fue hasta la mesita con la mochila y volvió a revisar las pertenecías de la detenida. Analizó los objetos con la escasa luz de la sala de observación; había un destornillador, unos alicates, cinta aislante y unas llaves de una vivienda, aparte de una cartera de piel masculina. Nada fuera de lo normal para alguien que había cometido un crimen como el de Melissa.
—¿Por qué huyó de los agentes? —preguntó Summers rompiendo el silencio reinante.
—Intentaba escapar —dijo Melissa sonriendo, indicando lo obvio.
—Tiene cargos por allanamiento de una propiedad privada, pero no suponía ningún peligro para nadie… hasta que agredió al guardia —informó Summers—. Nada importante, por suerte. Si no presentan cargos, y sin antecedentes, sólo se enfrenta a una multa disciplinaria. —Melissa escuchaba con atención, aunque preocupada por algo más—. Pero eso ya lo sabía, ¿verdad?.
Melissa no contestó.
—Entonces, ¿de qué huía Melissa? —preguntó de nuevo el detective.
—De esto… —contestó ella señalando a su alrededor.
Summers anotó en uno de los folios antes de proseguir.
—¿Qué buscaba? Dinero seguro que no.
—Ya le he dicho que aún no puedo decírselo —repuso Melissa, más alterada.
—¿Es porque aún no entiendo? —dijo haciendo referencia a las anteriores palabras de la chica.
Melissa pareció asentir, pero su movimiento se cortó al apretarse la mano con inquietud. La calma que la había caracterizado estaba desapareciendo, dando paso a un nerviosismo que se reflejaba en su cara. Lisberg se acercó de nuevo al cristal con la cartera en la mano.
—¿Está bien? —se preocupó Summers.
—Se me pasará. Creo…
—Melissa —dijo Summers con seriedad—, ¿toma algún tipo de droga?
La joven negó con la cabeza, en un movimiento que comenzó a confundirse con el tiritar del cuerpo.
—¿Tiene frío? —preguntó Summers levantándose de su asiento y con tono más preocupado—. Si ya digo yo que estas salas están muy frías.
Lisberg mantuvo su atención en la detenida. No sabía que estaba pasando con Melissa pero veía el malestar en su cara. No tenía pinta de tratarse de síntomas de abstinencia y tampoco parecía una crisis de ansiedad. Lo que sucedía con aquella joven era diferente y Lisberg podía verlo en sus bonitos ojos verdes, alterados y mostrando una incipiente sensación de terror. La mirada de Melissa se iba perdiendo en el más allá, mirando al infinito mientras el resto de su cuerpo tiritaba de manera incontrolable.
Con una mueca de incomprensión Lisberg se separó del cristal y depositó la cartera de piel sobre la mesa. Tendrían que solicitar asistencia médica y detener el interrogatorio. Se dispuso a salir de la sala.
—Claro. Si es que esto está bajísimo —escuchó soltar a Summers indignado y toqueteando los controles del climatizador de la sala—. Ahora se sentirá mejor. Yo mismo…
Las palabras de su compañero se cortaron de golpe con tono perturbado. Lisberg se percató del silencio sepulcral que lo engullía todo y volvió interesada hacia el falso espejo, quedándose anonadada al descubrir lo sucedido en la otra sala. El detective Summers permanecía de pie completamente conmocionado. A su lado, la silla donde se sentaba Melissa estaba vacía, ni rastro de la joven.
Lisberg salió disparada de la sala de observación, era imposible que alguien hubiese escapado de aquella habitación sin que nadie se percatase, y la mirada de Summers mostraba algo más. En el pasillo pasó frente a John, que se alarmó al verla tan alterada, y abrió de golpe la puerta de la sala contigua.
—¡David! —gritó Lisberg intentando asimilar la escena.
Pero Summers no reaccionó, su estado de shock le mantenía con la mirada clavada en la silla donde estuvo Melissa. El asiento estaba cubierto por la ropa de la joven, tirada como si alguien la hubiese dejado caer en la posición exacta en la que Melissa la llevaba. Incluso la suciedad que ocultaba la rubia melena se había desprendido del cabello y esparcido por la mesa y el linóleo del suelo. Sin embargo, no había ni rastro de la chica.
Melissa se había desvanecido.
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