La brisa nocturna del valle les rodeó en un abrazo que meció y onduló sus ropas. Lo hizo de la misma manera que había hecho siempre que la joven pareja subía para apreciar las estrellas. De la misma manera que lo hacía con todo.
Y es que el valle de Solon era conocido por el constante viento que lo sacudía; causado por la curiosa formación rocosa que lo custodiaba, obligando a las corrientes de aire a transformarse en una brisa continua, interminable.
El aire producía un suave zumbido al agitar la vegetación. Un sonido que lo inundaba todo, y se convertía en la música de fondo que marcaba las vidas en el valle. Tal era el caso, que si la brisa llegaba a detenerse, causaba el desconcierto e inquietud en los habitantes de Solon, como si la ausencia de ruido fuese un estruendo en sí mismo.
Era una sensación similar a la que experimentaba el joven cada vez que miraba a los bonitos ojos almendrados. Porque más allá de aquellos ojos marrones todo lo demás carecía de importancia, y ella se convertía en su mundo.
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