Pablito era un niño normal. Aunque cabe avisar que no es el Pablito de los chistes, ese niño que se divierte trayendo de cabeza a sus familiares y maestros, y que curiosamente siempre va a clase con Manolito, Menganita y Fulanita. No, nuestro Pablito es un niño normal; aunque tiene algo especial, una historia trágica que aún no os puedo contar.
Pablito tiene once años, va a quinto de primaria. Es de los mayores de la clase. Ahí tiene buenos amigos y amigas, con los que juega en el recreo o los fines de semana por el barrio.
Su profesora, Marisa, les ha encargado una tarea especial para celebrar el día de la madre. Cada uno de ellos tiene que preparar una presentación sobre su madre, uno de esos trabajos que sirven para resaltar las virtudes y curiosidades de los progenitores. Parece una tarea sencilla, ¿verdad?
Pues Pablito tenía un problema, aunque quizá fuese más una idea que tenían los demás, y no algo que preocupase al pobre Pablito.
El día de la presentación, el último día de clase antes del día de la madre, Pablito estaba sentado en el patio del colegio pensando en lo que diría. Eso no tendría nada de especial, excepto un puntual momento de introspección infantil (esos que cada vez se suceden más a menudo a medida que los niños se hacen mayores), pero como en la mayoría de las historias… ésta también tiene un “malo”, y se acercaba a Pablito decidido.
Juanito era compañero de clase de Pablito. Era grande y fuerte para su edad, temido por los niños y niñas de su clase. Le gustaba hacer bromas pesadas y comentarios maliciosos; todo con tal de que los demás se sintiesen mal y así el pudiese sentirse superior. Pablito aprendería con el tiempo que eso era lo que hacían las personas tristes, las que necesitaban llenar un vacío en sus vidas…
El caso es que Juanito se acercó a Pablito rodeado por su cohorte de seguidores, otros niños de su edad que no hacían más que reírle las gracietas. Se situó entre Pablito y el Sol, como si su sola presencia trajese sombra y oscuridad.
Pablito levantó la vista extrañado.
—¿Qué pasa Juanito? —le preguntó.
—Sólo pensaba en lo contento que estoy de estar en clase contigo.
Aquello extrañó a Juanito.
—¿Por? —preguntó.
—Porque así tu presentación será muy corta y podremos irnos todos a casa antes —dijo antes de reír exageradamente, como cuando un niño se siente el centro de atención y no quiere perderlo.
La cohorte de seguidores también se rieron, aunque Juanito vio que algunos de ellos miraban a los lados buscando el momento de parar, incómodos por la situación (se decía que algunos le seguían las gracias sólo para no ser el foco de burlas de Juanito).
—Aunque… —continuó Juanito—, he oído a la seño hablar con otro profe y a lo mejor no te dejan hacerla, lo que sería aún mejor. Prefiero no escuchar cosas tristes sobre tu vida.
Las palabras de Juanito dolían, y mucho. Pablito las notó alcanzándole el interior del corazón, el lugar que tenía reservado sólo para sus momentos de mayor dolor. Ahí no iban a parar las caídas aparatosas que acababan en puntos, o los golpes en la espinilla al jugar al fútbol… No, ahí llegaban los dolores del alma, los difíciles de curar.
Pero Pablito aguantó como un campeón, pues nada que dijese Juanito le haría cambiar de parecer. Él iba a hacer su redacción, aunque todos creyesen que tenía menos que contar que los demás.
Verás, aquí hay un punto importante que contar, y es que la familia de Pablito no era normal; o bueno… sí. Pero tenía un pequeño problema, o no… más bien era grande, uno a veces difícil de llevar. Mira, creo que lo mejor es que lo entiendas de la manera en la que lo explicó Pablito.
Al final, Juanito se marchó victorioso con sus seguidores, o eso pensaba él; porque no hay victoria más falsa y ruin que la de buscar infligir dolor por puro placer.
Pablito pensó y pensó, hasta tener un idea. Seguiría con su redacción, pero añadiría nueva materia.
El recreo acabó y tuvieron más clases. Durante las horas de matemáticas y ciencias aprovechó para modificar su presentación. La siguiente hora era lengua, la última del día y en la que expondrían.
Uno a uno los niños y niñas de la clase fueron saliendo. Colocados frente a la pizarra, de cara al resto de compañeros. La señorita Marisa estaba a su lado controlándolo todo.
Primero fue Paquito, luego Luisito, Manuelita, Isabelita, Laurita, Albertito (¡pues todos usaban diminutivos!). Cada uno contaba de qué trabajaba su mamá, su descripción física y la edad (en algunos casos), y qué solían hacer con ellos los fines de semana.
Todas parecidas, todas un calco de la normalidad en sus vidas.
Por supuesto, el último en hablar fue Juanito.
—…y me deja jugar todo lo que quiera con mi móvil y mi iPad —explicó orgulloso Juanito—, así ella puede hacer sus cosas y hablar con las amigas. También me compra lo que quiero, porque sabe que me lo merezco…
Dijo cosas como estas y muchas más, que a los demás niños les podían parecer grandiosas, pero que despertaron alguna alarma en la señorita Marisa y en Pablito, pues sabía que esa no era la vida que quería con su madre y su padre.
Al acabar, Juanito hizo una orgullosa reverencia mientras le dedicaba una mirada triunfal a Pablito, que simplemente le correspondió con una sonrisa. No había nada malo en que Juanito estuviese contento con su madre, el resto de compañeros también lo estaban con las suyas; pero Pablito quería hacerles entender una cosa que a veces se les escapaba…
—Bueno —dijo la señorita Marisa, buscando las palabras correctas—, creo que con esto se han acabado las presentaciones del día de la madre.
Varios alumnos se giraron para ver la reacción de Pablito, que se levantó en su asiento con un montón de folios en sus manos.
—Seño, ¿puedo hacer mi redacción? —preguntó con seguridad.
—Claro Pablito…
El niño avanzó hasta el centro de la clase.
—No puede hacer una redacción… —susurró un compañero.
—Pero si no tiene mamá… —comentó otro.
Y algunos mandaron callar a los que hablaban, curiosos por lo que Pablito tenía que decir.
—Nunca llegué a conocer a mi mamá, pues se fue cuando yo tenía dos años, dejándonos a mi papá y a mí en el mundo —leyó Pablito—. Sé que muchos pensáis que no puedo hablar de ella, pero os equivocáis… Mi mamá se llamaba Raquel, y conoció a mi papá en la universidad, cuando ambos estudiaban. Le gustaba el color verde, y me dijo que siempre me vestía con ese color cuando era pequeño, porque el azul le parecía muy aburrido. Sé que tuvo que soportar miradas en su adolescencia porque le gustaba la música punk y el rock. Aún guardo una camiseta suya de los Ramones…—comentó con una sonrisa—. Sé que cuando era una niña les gustaban las lentejas y cualquier plato con legumbres, aunque me dijo que con los años otros platos pasaron a su puesto favorito.
La profesora y los compañeros escuchaban con atención todas las anécdotas y detalles que podía narrar Pablito, muchos más de los que uno podía esperar de alguien que no pudo hablar con su mamá.
—Y también me enseñó a tener cuidado con el monopatín—prosiguió Pablito—, pues ella también era skater y, un día, cuando tenía la misma edad que tenemos ahora, cayó por descuidada, haciéndose una herida fea en la rodilla, que le dejó una cicatriz de por vida…
—¿Tu papá recordaba todas estas cosas? —preguntó Andreita, impresionada por todo lo que Pablito sabía.
—No —contestó él—. Me lo contó ella.
—Pero eras muy pequeño… —dijo Jaimito extrañado—. ¡Yo no me acuerdo de tanto!
Un murmullo se propagó por la clase. Nadie podía creer lo que Pablito contaba, incluso la profesora Marisa tuvo que pensar en lo que había dicho.
—Eso es imposible —soltó Juanito indignado. Se había dado cuenta de que él no sabía tantas cosas de sus papás.
—No lo es —dijo Pablito. Y mostró a la clase una imagen de su mamá, sentada mirando a cámara.
—¿Era ella? —preguntó Laurita.
—Sí, poco antes de irse —sintió la tristeza en su interior, algo que muchos de sus compañeros compartieron, al pensar en una vida sin uno de sus papás—. Esta es de cuando me habló sobre el cole —dijo refiriéndose a la imagen—, y lo triste que se sentía al saber que no estaría para verme crecer. —Mostró otra imagen, su mamá sonreía mientras aguantaba diferentes CDs de música en sus manos—. Y está cuando me explicó sus gustos musicales.
Se hizo el silencio mientras Pablito miraba las imágenes pensativo.
—Muchas veces me siento muy triste al saber que ella ya no está —levantó la vista hacia sus compañeros—, que no podemos hacer cosas juntos, como ir al cine —miró a Miguelito, que había dicho lo mucho que le gustaba ir al cine con su mamá—, o que nunca fuimos al parque para ir en bici —y miró a varios compañeros que lo habían dicho en sus presentaciones—. Pero no quiero pensar que no creceré junto a ella, pues tengo la suerte de poder verla a menudo, para que me explique con vídeos lo que pensaba de las cosas. Tengo horas y horas de vídeos, que mi papá organizó para mí. En nada podré ver el de los chicos y las chicas —añadió Pablito—, pues ya seré suficiente mayor para ello.
Pablito rio, contagiándoles la risa a los demás.
—Preferiría tenerla a mi lado, que cada noche me diese las buenas noches, y poder deciros todas las cosas que hacemos juntos… Pero estoy contento por haber podido conocerla por esos videos, que tuve la suerte de poder tener. Sólo espero que vosotros podáis valorar a vuestras mamás, pues sin ellas no estaríamos aquí…
Y una lagrima recorrió la mejilla de Juanito, y la de muchos compañeros más, que querían volver a casa para abrazar a sus mamás. Incluso la profe tuvo que contener sus lágrimas, pues sabía cómo era lo que explicaba.
Pablito sonrió, sabía que su mamá estaría orgullosa.
¡FELÍZ DÍA DE LA MADRE!
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