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La Parábola del Comedero

enero 24, 2016 By Alfonso Morales Deja un comentario


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Antonio era un jubilado que pasaba sus días mirando la tele,  paseando con su mujer y si tenía suerte, viendo a sus nietos. Para él, las mañanas eran algo monótonas, sobretodo en invierno. A veces, hacía tanto frío a primera hora que le resultaba imposible salir a dar su paseo matutino.
Uno de esos gélidos días observó a los lejos a una bandada de pájaros silvestres. Las aves revoloteaban sobre la nieve en busca de comida. Daban cortos vuelos, intercalados con pequeños saltitos mientras piaban comunicándose entre ellos. Al seguir su trayectoria, Antonio vio como acudían al jardín de un vecino, donde habían instalados unos comedores para pájaros.
Tuvo una idea.
Aquella tarde, compró comida para aves en el supermercado. Las mañana que no pudiese salir, al menos se entretendría viendo a los pájaros comer. Además, la idea de ayudar a las aves a soportar el duro invierno le llenaba de un extraño orgullo, que algunos relacionarían con la realización personal.
En cuanto llegó a casa, Antonio instaló los comederos bajo las quejas de su mujer, argumentando que aquello no haría más que llenar la terraza de excrementos y porquería. Pero Antonio siguió con su propósito, ya se encargaría él de limpiar cuando fuese necesario.
No tardó en ver los resultados. A la mañana siguiente pequeños pájaros de color marrón, y vientre rojizo, hicieron uso de los comederos que había puesto el jubilado. El cantar de las aves inundó la terraza y Antonio decidió que ese día, disfrutaría de su obra.
Los días fueron pasando y el invierno se recrudeció. Antonio pasó muchas mañanas entrando y saliendo de su salón, todo con la intención de echar un vistazo a su terraza y ver cómo el número de pájaros aumentaba. Ante el aumento de los plumíferos visitantes, decidió poner otro comedero.
Una semana después Antonio seguía orgulloso de sus acciones. Cierto era que tenía que limpiar la terraza más de lo normal, pero estaba seguro que sin su ayuda numerosos animalillos habrían sucumbido a las heladas y la hambruna. Pero un día sucedió algo que le hizo pensar. En una de sus miradas a través del cristal, observó un pájaro de mayores dimensiones intentando alimentarse del comedero. Le resultaba imposible debido a su tamaño, no podía acceder con su pico ni entrar en la minúscula caseta donde estaban esparcidas las semillas.
Antonio tuvo otra idea.
Compró otro comedero más grande, capaz de abastecer a aves mayores y lo instaló en su terraza. También lanzaba semillas al suelo para que cualquier animal pudiese comer. Y al principio todo fue bien.
Los animales iban y venían. Pájaros de diversos tamaños e incluso llegó a vislumbrar alguna escurridiza ardilla, atraída por las nueces que Antonio depositó con cariño. Incluso su mujer dejó de quejarse, pues era imposible no apreciar la ventaja de poder observar la fauna silvestre desde el salón. Su terraza se había convertido en un mosaico de especies que se rotaban para alimentarse.
El invierno se alargó aquel año y la comida en el exterior escaseó aún más; por lo que el flujo de animales en la terraza era aún mayor. Casi todo el día, desde la salida del Sol hasta el atardecer, se podían ver diversas especies de aves, e incluso algún roedor esporádico.
Sin embargo, todo cambió.
Los animales acudían sin interrupción a buscar comida. Y comenzaron a encontrarse los unos con los otros, produciéndose enfrentamientos que solían generar un batiburrillo de cuerpos y gritos. Antonio no lo entendía, pues había semillas para todos. No sabía que hacer, los animales se peleaban constantemente.
Hasta que un día, en una de esas trifulcas, dos bandadas de pájaros pelearon con intensidad y uno de ellos cayó en la terraza, herido de gravedad. Antonio salió conmocionado ante lo que acababa de presenciar, y cogió en sus manos al silvestre animal, que apenas ofreció resistencia a su último regazo. Murió en sus manos.
Durante el resto de aquel fatídico día, la sombra de lo sucedido atormentó al jubilado. Intentó narrarle a lo sucedido a su mujer; no obstante, ella no podía hacer nada excepto mirar apenada a su afectado marido, que lo único que pretendía era el bien de los animalillos. Antonio no pegó ojo aquella noche.
Por la mañana, se levantó dispuesto a reabastecer los comederos, pero se alteró al ver que el violento panorama se repetía en su terraza. La agresividad aún no llegaba a las mismas cotas que el día anterior, pero sin duda, si seguía así, más pájaros morirían en aquella terraza.
Antonio, enfurecido, tomó una decisión: quitaría los comederos.
Escondió en el interior de su casa la comida para aves. Le inundaban la rabia y la tristeza, ¿pero qué más podía hacer? Si dejaba los comederos fuera, más pájaros morirían por su culpa. Él sólo quería ayudarles, pero los animales eran incapaces de razonar que no hacía falta pelear.
Tras esconder la comida, las aves siguieron peleando durante varios días, al mismo tiempo que revoloteaban por la terraza desconcertadas, piando y saltando en busca de alimento. No entendían.
Con los días las peleas disminuyeron, dando paso a la expectación. Las aves iban y venían esperando que con cada nuevo viaje la comida reapareciese. No entendían.
Hasta que un día, dejaron de venir. Ya no había peleas ni desconcierto, ya no había violencia en aquella terraza, pero tampoco había vida.
Durante el resto del invierno Antonio observó desde su sofá, sentado al otro lado del cristal y echando de menos a las aves que una vez llenaron el lugar. Cayó en una profunda depresión. Sabía que eran animalillos, pero él tampoco entendía lo sucedido, ni cómo su ayuda había sido capaz de generar tanta violencia. Era culpa suya. Sabía que algunas de las aves morirían sin él, pero aquello era parte del ciclo natural de las cosas. Se negaba a formar parte de la muerte.
Tras aquel largo invierno, pasó el resto de sus días mirando de vez en cuando hacia fuera, recordando las semanas en las que su terraza era un símbolo de vida. Sólo le quedaba la opción de disfrutar de los despistados pajarillos, que encontraba las esporádicas semillas dejadas por su mujer, en un intento de alegrarle.

 

Nota del autor: Esta es una pequeña parábola que se me ocurrió en una situación similar a la narrada. Aquí es típico dejar comida a las aves durante el invierno, cuando la comida escasea más. Por lo que dispongo de mi propio comedero (y sí, manchan la terraza). La historia me vino a la cabeza en el momento en que vi como la presencia de un pájaro, un Mirlo al caso, implicaba que los petirrojos saliesen volando. Luego, cada cual le busqué el significado que quiera, si es que lo tiene…

 


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