Un día…
Te despertaste a las seis, como cada mañana. Dejaste la cafetera encendida preparando el café y fuiste a ducharte. Tu novio permaneció en la cama un rato más, algo que siempre hacía, hasta unirse a vuestro ritual matutino.
Desayunasteis con tranquilidad en vuestra amplia cocina. Escuchabais las noticias de la radio mientras el cielo despejado se iluminaba con la salida del Sol.
Según el informativo de la mañana, el mundo seguía tal y como lo dejasteis ayer antes de ir a dormir; problemas económicos y conflictos en las zonas de Oriente Medio eran las cosas más preocupantes. Tú te quedaste con la noticia de que el gobierno había prometido nuevas medidas para ayudar a las familias con hijos. «¿Quizá sea la hora de volver a sacar el tema?», pensaste para tus adentros. Ya llevabais varios años juntos y suponía un paso normal en la relación.
Tras sopesarlo un rato, preferiste esperar a la noche.
Más tarde, él se marchó a trabajar despidiéndose de ti con un cariñoso beso. Tú aún contabas con una hora antes de tener que salir del piso, por lo que fuiste a arreglarte sin prisas. Pusiste la radio del cuarto de baño, en ella siempre tenías sintonizada una emisora de música comercial, ideal para empezar el día con energía. Éxito tras éxito, te maquillaste y peinaste dispuesta a comerte el mundo. Tenías una presentación en unas horas y la llevabas bien preparada, no había miedos ni inseguridades al respecto.
Sólo el repentino fallo de tu transistor logró alterarte el humor.
De golpe, las canciones famosas habían sido sustituidas por una molesta estática intermitente. Intentaste probar cambiando de emisora, así como golpeando el aparato suavemente. Nada. No había manera de hacer que volviese a funcionar, sólo había nieve en todas las frecuencias. Supusiste que, como era una radio antigua, algún componente habría fallado. «Cosas de la obsolescencia programada», pensaste. Aprovechando la ausencia de música, optaste por hacer uso del secador de pelo.
Tras unos minutos ultimando los detalles, te observaste orgullosa en el espejo. Te veías mejor que nunca. Lista para acudir al trabajo y dejarlos a todos impresionados con tus propuestas y proyectos para la compañía. En breve te llegaría ese ascenso que tanto anhelabas, sólo necesitabas ir a la oficina para repasar por última vez la presentación.
Cogiste tu portátil y te aseguraste de meter las copias físicas de tu exposición. Decidiste que las mirarías durante el trayecto en metro, para ir adelantando faena. Te dirigiste a la entrada y cogiste el teléfono móvil de encima de la cajonera que teníais en el recibidor. Lo desconectaste de la corriente y descubriste que tenías una llamada perdida de tu pareja. «Qué raro…», pensaste para tus adentros. Seguro que se había dejado algo en el piso.
Intentaste llamarle, pero tu teléfono parecía no tener señal.
La red daba error y te era imposible conectar. Probaste a llamarle usando el wifi, a través de un programa de mensajería instantánea. Tras esperar unos segundos, pudiste constatar que no disponías de acceso a internet. Te acercaste al salón y revisaste el router para cerciorarte de que funcionaba. Al ver todas las luces parpadear con normalidad aceptaste que había algún problema con la compañía telefónica.
Extrañada, metiste el teléfono en tu maletín y te echaste una última mirada en el espejo del recibidor. Vestida con tu traje de ejecutiva estabas imponente, lista para comerte el mundo.
Saliste de tu edificio y de camino al metro te detuviste a comprar la prensa en el quiosco que regentaba Andy, un afable anciano de cabello blanco. Te llevaste un periódico normal y otro financiero. Los mirarías más tarde, en cuanto dejases lista la presentación.
Seguiste caminando con normalidad hasta que al girar la esquina estuviste a punto de chocar con un grupo de trabajadores que corrían en dirección contraria. Te esquivaron por poco y, pese al brusco movimiento que tuviste que hacer para esquivarlos, siguieron su camino sin detenerse. En sus caras veías la desesperación por llegar a tiempo a algún lado.
Agradeciste poder contar siempre con el tiempo suficiente para ir a trabajar y no tener nunca que correr de aquella manera. Tu horario era bueno, aunque quizás eso podía cambiar si te ascendían… Volviste a pensar en tu futura posición en la empresa. Uno de los socios mayoritarios te apoyaba, por lo que sabías que tus ideas calarían hondo en el resto de la junta directiva. Aquello supondría un antes y un después para tu carrera laboral. ¿Y lo de tener un hijo? Querías tener un niño, pero no sabías si podrías compaginarlo con un ascenso. Sacudiste la cabeza procurando sacar aquellos pensamientos negativos. Todo llegaría en su debido momento y tu única preocupación en ese instante debía ser la presentación.
Apenas caminaste tres pasos en la calle del metro cuando una mujer chocó contigo. No caísteis al suelo, pero tu portátil y tus documentos sí.
Un sonoro crack te heló el corazón.
La apresurada mujer siguió corriendo sin siquiera interesarse por lo sucedido, ni una mirada de deferencia.
—¡Hija de puta! —gritaste con la mirada clavada en ella mientras te agachabas a recoger tu maletín.
Revisaste el estado de tus pertenencias en el suelo. Palpaste la carcasa del ordenador, aliviándote al no detectar ninguna fisura. Al menos el exterior estaba intacto, el interior ya se vería encendiéndolo en la oficina.
Dos hombres más pasaron corriendo a tu lado. Iban tan rápido que hasta notaste el aire desplazar tu pelo a su paso, corrían como alma que lleva el diablo. Los miraste extrañada hasta que un grito de pánico llamó tu atención. De la boca del metro emergía una multitud de personas que corrían despavoridas. Los pocos despistados que intentaban acceder a la entrada se detenían ante semejante panorama, uniéndose a la desesperada huida o siendo arrollados por la masa de gente que ascendía.
«Un atentado», fue lo primero que vino a tu mente, provocándote una sensación de miedo y expectación. Una bomba o algún pistolero decidido a provocar el caos.
La segunda conjetura adquirió fuerza en cuanto escuchaste una serie de disparos elevándose desde las profundidades de la boca del metro. La multitud subía las escaleras aterrada, algunos con las ropas manchadas de sangre. Te incorporaste con rapidez y te ocultaste tras unos coches aparcados en el lateral de la calle.
Dos agentes de policía que patrullaban la zona corrieron hacia el metro con sus armas desenfundadas. Abrieron fuego en cuanto alcanzaron la entrada, tras ver lo que se encontraba tras la gente que huía.
Congelada por el miedo, decidiste permanecer oculta tras los vehículos. Te hallabas a más de treinta metros de distancia, por lo que sentiste cierta seguridad; sin embargo, observabas con incredulidad a los heridos pasar a tu lado. Eras incapaz de asimilar lo que estaba sucediendo y el caos comenzó a envolverte.
Los gritos de terror se propagaban por la calle.
Un hombre cayó a tu lado, con el hombro y el cuello de su traje manchados de sangre. Te aproximaste al malherido con la intención de sacarlo de la línea de fuego, lejos de todo el tumulto que se estaba produciendo. Quizá aún estuviese vivo, así que le agarraste con fuerza y tiraste de él, apoyándole en el maletero del sedán gris tras el que te ocultabas.
—Se va a poner bien, se va a poner bien —recitaste nerviosa una y otra vez ante sus inquietantes gemidos de dolor.
La sangre salía profusamente de su cuello. Te quitaste tu lujosa chaqueta dispuesta a taponar su herida. Pero tal fue tu sobresalto al ver la lesión en su piel que te echaste para atrás instintivamente, chocando con el capó del otro coche aparcado a tus espaldas. Tenía un profundo mordisco en el lateral derecho de su cuello y la sangre fluía imparable.
Aterrada, alzaste la vista de nuevo hacia el metro, comprobando con horror la causa de aquel caos.
Una marabunta de individuos surgió de las escaleras.
Los ingenuos policías vaciaron sus cargadores sobre la masa de cuerpos, que siguió avanzando imperturbable. Antes de que pudiesen recargar, fueron atacados y derribados por varias personas rabiosas. En el suelo, se formó una maraña de extremidades que se agitaba violentamente entre gritos y rugidos mientras se desgarraban las ropas y la carne.
La imagen de cómo mataron a mordiscos a los agentes se quedaría grabada para siempre en tu memoria.
La masa de carne se desperdigó por todos lados de la calle, tanto la acera como la carretera se vieron inundadas de cuerpos sedientos de sangre que perseguían al resto de personas. Numerosos conductores, ignorantes de la situación, frenaron sus coches sólo para ser asaltados segundos después y ayudar a provocar un atasco, una trampa mortal.
Ante el inexorable avance de aquellos seres, huiste imitando a los demás, dejando atrás al hombre moribundo y todas tus pertenencias. La gente gritaba ante el horror que les perseguía, pero tú no eras capaz de gritar. Tenías suficiente con luchar contra tu propio cuerpo para no quedarte congelada por el miedo.
Detrás tuyo, desgarradores alaridos de dolor se sumaban a los gritos de pánico, estremeciéndote por dentro como nunca antes habías sentido. Sin poder evitarlo, giraste la cabeza para localizar la amenaza que no cesaba en su avance continuo y parecía acabar con todo.
Algunos se movían con lentitud, arrastrando sus cuerpos con gran esfuerzo; otros, por el contrario, eran ágiles, corriendo y saltando sobre las personas que se hallaban a su alcance. No obstante, en cuanto alguien caía en sus fauces, todos los de las proximidades se abalanzaban para darse un desagradable y acelerado festín.
En cuanto giraste la esquina de la calle tus tacones te hicieron sufrir una aparatosa caída, frenada gracias al lateral de un coche. Contuviste tu dolor ante la posible torcedura de tobillo que acababas de padecer. Con un rápido movimiento te quitaste los tacones para proseguir tu huida, justo antes de que alguien te ayudase a levantarte.
—¡No te detengas ! —gritó el hombre que te alzó del suelo.
Pudiste verle la cara unos instantes, los suficientes para memorizar las facciones del hombre que te salvó la vida. Pues acto seguido, observaste a uno de aquellos corredores surgir tras su espalda y atraparle en un abrazo mortal. Si él no hubiese estado ahí, tú hubieses sido la presa.
El hombre te miró con horror, pero tu vista estaba clavada en su atacante; la piel pálida con tonos violáceo-verdosos, los ojos carentes de vida, la boca ensangrentada y las comisuras de los labios aún húmedas de su anterior víctima.
Empujada por la adrenalina, continuaste tu desesperada huida oyendo a tus espaldas el aullido de dolor de tu salvador y los perturbadores gruñidos de los que se abalanzaban sobre él.
Por supuesto, en aquel momento no fuiste consciente, pero todas tus tardes de entrenamientos tras el trabajo resultaron útiles. No eras más rápida que los atacantes, pero sin duda no eras la más lenta de la calle, y eso era suficiente. Tus perseguidores se detenían a devorar todo lo que encontraban a su paso, ofreciéndote a ti, y a los demás corredores, unos valiosos instantes de ventaja.
Avanzabas ante el asombro de numerosos transeúntes y vecinos, ajenos al caos que te perseguía. Para ellos los gritos aún se estaban acercando, suponiendo un amortiguado griterío que generaba curiosidad y cuyas causas no eran capaces de imaginar. Tú nunca las olvidarías, estaban grabadas a fuego en tu mente.
Muchas personas se percataron de la situación al instante, sumándose a la huida o resguardándose en el interior de tiendas e inmuebles.
Algunos consiguieron su cometido, otros no.
Viste como una mujer era devorada al intentar entrar en un edificio al que no le permitieron acceder, o cómo una de aquellas criaturas asaltaba el interior de una farmacia, reventando la cristalera y sentenciando a sus ocupantes.
Tu casa, apenas a una calle de distancia, se antojaba como la mejor opción donde resguardarse.
Pisaste tu calle con unos segundos de ventaja respecto al tumulto. Creías disponer de algo de tiempo para poder sacar las llaves y cerrar tras de ti. Llegaste al portal a la vez que tu joven vecina Rachel.
Ella cargaba con bolsas de la compra y se sobresaltó al verte llegar corriendo.
—¡Por Dios Karen! —soltó Rachel con una risa nerviosa—. Vaya susto.
Con la respiración entrecortada, buscaste tus llaves en los bolsillos. Palpaste frenéticamente pero sólo llevabas un paquete de chicles y el juego de copias que solías llevar a correr; aquel que pesaba menos y sólo contenía la llave de tu apartamento —siempre había algún vecino que te podía abrir—. Habías cogido el juego de llaves equivocado. El otro estaría en tu piso o en la bolsa del portátil, ese que habías dejado tirado a unas calles de distancia.
Intentaste hablar, pero tu garganta estaba tan seca que apenas pudiste dejar escapar un jadeo. Los disonantes gritos se acercaban cada vez más y en seguida alcanzarían tu calle.
—¡Las llaves, abre! —conseguiste ordenar tras tragar saliva.
Rachel te miró indignada, no le sentó bien que le hubieses hablado de aquella manera. Estuvo a punto de decirte algo al respecto, pero su semblante cambió al observar la masa de cuerpos de la que huías.
Se quedó paralizada.
Su mano, medio metida en su bolso, sostenía con fuerza las llaves de la entrada. Apretaste su muñeca y le quitaste las llaves de un tirón. Introdujiste una en la cerradura y giraste a la vez que empujabas aquella mastodóntica puerta de barrotes de acero. Con el cuerpo en el interior del edificio, tiraste de Rachel hacia dentro, y en cuanto hubo entrado, cerraste y fuisteis al fondo del rellano, lejos de los barrotes y bajo la protección de la oscuridad del portal.
Os escondisteis en la zona donde se hallaba la mesa del conserje, desocupada desde hacía tiempo.
Observasteis el exterior con atención, procurando sobreponeros al temblor que sacudía vuestros cuerpos. Durante unos instantes vuestras aceleradas respiraciones eran lo único que se escuchaba en aquel portal. Producíais un eco que ascendía por el patio de luces de la escalera encubriendo el sonido de la calle, cuyos gritos eran amortiguados por el acero y el hormigón. Os agarrasteis expectantes y los segundos pasaron.
Y sobrevino el caos. La cacofonía de gritos, rugidos, golpes y roturas alcanzó el portal de tu edificio. La gente corría huyendo de la muerte.
Apareció tu vecino Ernest —el del quinto segunda—, y se agarró con fuerza a los barrotes de la puerta de entrada con tal de frenar su frenética carrera. Sacó las llaves de su chaqueta pero del nerviosismo se le cayeron al suelo. Tú vacilaste entre acudir en su ayuda o no. Pero la duda fue breve, pues dos de aquellos feroces corredores saltaron sobre él, y le tiraron al suelo. Visteis como vuestro vecino luchó por su vida durante unos escasos momentos.
Los primeros cuarenta centímetros de la puerta eran opacos, por lo que sólo erais capaces de ver sus brazos agitarse con desesperación. Enseguida la brutalidad del ataque hizo que la sangre salpicase el bajo de los cristales de la entrada. Sus gritos cesaron a la vez que nuevos cuerpos se sumaban al festín.
Rachel estuvo a punto de soltar un grito de horror, pero fuiste rápida poniéndole la mano en la boca. Os ocultasteis detrás de la mesa del portero. Si decidíais subir, la luz os delataría y podría llamar la atención de esas cosas.
Anteriormente humanas, las criaturas portadoras de la muerte inundaron la calle.
Producían leves gemidos, entrecortados con molestos rugidos. Su continuo lamento se metía en tu cabeza, alterándote por dentro. Bajo la protección que te ofrecían las sombras, y controlando a Rachel, decidiste asomarte de nuevo. Decenas de cuerpos inundaban aquel tramo de calle, arrastrando sus pies y balanceándose al avanzar. Sus ropas manchadas con la sangre de sus víctimas así como con la suya propia, porque entre ellos, pudiste ver caminar al hombre que te había salvado la vida.
Las víctimas se convertían en atacantes y se unían a esa ola devoradora.
Te volviste a esconder intentando olvidar aquel rostro grabado en tu memoria. Cubriste a Rachel con tu brazo y os acurrucasteis, teniendo el ruido gutural de la calle como banda sonora para vuestros pensamientos. Te acordaste alterada de tu novio y de todos tus amigos y familiares que vivían en la ciudad. Enseguida comenzaron a asaltarte numerosas preguntas relacionadas con lo que estaba sucediendo, pero sin duda, lo que más te preocupaba era que algún desinformado vecino bajase, llamando la atención de aquellos caminantes.
Sólo podíais esperar.
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